viernes, 27 de enero de 2017

Los dinosaurios duermen

La empuñadura de Dimitrov estaba mordida, como si algún animal le hubiese pagado un bocado y hubiera arrancado parte del material. Se dió cuenta el cámara que daba los planos cortos de las sillas y el realizador soltó esa imagen al final de cuarto set, con el marcador 5-4. Esa cinta de color azul añejo, de jugador de club, del color de moda cuando comenzó a ponerse un sobre grip a la empuñadura de cuero... antes de que llegase el color blanco y mucho antes de que llegasen los flúor al tenis. Ese color azul revenido y viejo era lo que empuñaba Dimitrov, baby Federer, dispuesto a matar a Nadal con todo su repertorio de golpes, con los misiles del revés a una mano que son una bofetada con las uñas en la cara. Y con los saques desde el techo. Le pega ese color a Dimitrov, el búlgaro. 25 años, la barba sin afeitar y el cuerpo como una roca. Le puso en un aprieto serio a Nadal, que en el quinto set debió decidir si iba a por el partido vía método antiguo, el guión pre-Moyá, dos pasos detrás de la línea... o si continuaba con el patrón que le había colocado en semis: fiereza, agresividad, y golpes ganadores. Hizo lo que pudo, realmente, una mezcla agónica, pero le valió.
Al quitarse la camiseta, 4 horas 56 minutos después de empezar el partido, tenía la marca de la piel morena en los brazos y el torso blanco, de tantos entrenamientos en Australia con la camiseta sin mangas, aquella con la que conquistó tantos Grand Slam hasta llegar a ser el número 1.
Cuando fue al micrófono como finalista del Abierto de Australia 2017, dijo: intentaré descansar. Sabe que el otro dinosaurio había visto el partido con la panza recostada en la cama tratando de explicar a las niñas que debes esperar un par de días más antes de ir a esquiar de nuevo a Suiza.

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